Los hermanos Yang pasaban la tarde en su cuarto, con la puerta cerrada. Afuera podían escuchar a su madre pasar la aspiradora y tararear alguna horrible tonadilla de su juventud. Papá estaría seguramente por su despacho, organizando sus archivos cabizbajo. Últimamente andaba preocupado... Tenía la sospecha de que su escondite para las revistas picantes había sido descubierto por su hijo mayor, de incipiente pubertad y ambiciones en formación. Martín era su nombre, y yacía en estos momentos sobre su cama, hojeando una de estas revistas. Lo hacía con desgana, para pasar el rato. La sexualidad era un tema que ya era trivial en su vida. Cuando la pusiera en práctica por primera vez, se decía confiado, ya sería todo un experto.
Su hermano Paco pegaba la nariz y la palma de sus manos contra la ventana, mirando al exterior. A cinco pisos del nivel de la calle podía ver a los transeúntes de la ciudad ir de aquí para allá. Se apartó un instante, porque se le estaba escurriendo la baba de tener la boca entreabierta, pero inmediatamente volvió a mirar. A sus dieciocho años de edad, Paco Yang quería salir y vivir aventuras. ¿Dije dieciocho? Quise decir ocho. Paco Yang tenía ocho años y deseaba con toda su alma ser un Adulto.
—No pongas las manos sobre el cristal, idiota.
—Cállate.
Martín dejó a un lado su revista y se incorporó sobre la cama, mirando fíjamente a su hermano. Le habló muy fuerte, aunque el vaivén de la aspiradora amortiguaba sus palabras.
—Mamá ha limpiado las ventanas esta mañana, imbécil.
—Me da igual... —respondió Paco en voz baja, mientras se apartaba.
A Paco le gustaba el exterior, pero todavía no sabía cuánto. Le encantaba reír, pasearse por las calles y sentir la lluvia; también viajar en tren y sostener la mirada a las chicas guapas del vagón de enfrente. Le gustaba todo eso, pero nunca lo había experimentado, porque su educación se basaba en la Inteligencia y consistía en no levantar la voz al hablar y en no tocar los gatitos callejeros del portal, porque podrían tener parásitos. Gracias a ello se había vuelto muy listo para su edad, aunque a ninguno de sus amigos del colegio le pareciese una virtud especialmente valiosa. A él, a veces, sí se lo parecía: jugaba mejor que nadie a los videojuegos.
Jugar es lo que hacía, precisamente, cuando un día le vino su hermano a enseñar las revistas de papá. Él no las entendía del todo pero, en vista de lo mucho que ilusionaban a Martín, había decidido que de mayor se dedicaría a editarlas, o a ser fotógrafo para una de ellas. Así tal vez haría feliz a su hermano, a quien raramente veía contento.
Volviendo al presente: mamá había terminado con la aspiradora y, cuando la apagó, de repente Paco notó como un infartito. En un pispás le pasó toda su corta vida por delante y se le hizo un nudo en el estómago, algo que nunca antes había sentido. Una epifanía le llegó al cerebro y estuvo a punto de decir algo importante, pero su hermano, que había vuelto a acomodarse, habló antes:
—Vaya, menudas tetas. No, esto son demasiadas. Demasiadas tetas, ¡no me gustas! —le dijo a su revista; la golpeó con el dorso de la mano y se rió a carcajadas. —¿Qué estás mirando, enano?
Paco tardó unos instantes en volver a desviar la mirada. Se acercó de nuevo a la ventana y observó a la gente. Se fijó particularmente en las mujeres de pecho generoso. No vio que hubiese nada de malo en ellas, pero no le gustaron. Ya no le gustaron jamás.
En ese momento su madre abrió la puerta, provocando que Martín diese un respingo sobre la cama. Escondió la revista bajo su trasero y su madre hizo como si no la hubiera visto. Indicó a los hermanos que saliesen para que pudiera fregar el suelo de su habitación y ellos asintieron y se fueron a jugar con la consola. Acto seguido, mamá trajo el cubo de agua y la lejía, y procedió con su ritual de higiene. Pronto, los pensamientos impuros y las dimensiones paralelas se mezclaron con el intenso olor a limpio y se desvanecieron, con lo que su familia pudo seguir viviendo con normalidad.
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