Hace ya mucho tiempo, alguien tuvo la brillante idea de jugar a lanzar y patear un objeto redondo por el que, más tarde, todos terminaríamos refiriéndonos como balón o pelota. Desde su invención, este juguete ha pasado por múltiples renovaciones: se han vendido pelotas de goma, de plástico, blancas, negras, de todos los colores y tamaños, y se ha llegado a modificar su forma de maneras verdaderamente insólitas con el fin de que se adaptara a toda clase de actividades deportivas.
Lo mismo ha pasado con el arte.
El balón del arte se ideó en un principio para jugar a un deporte específico, y se perfeccionó durante siglos para mejorar su experiencia de juego; se fue volviendo cada vez más elegante, y los deportistas empujaron a los fabricantes a producir balones tan redondos como les fuera posible. Para jugar con mayor comodidad, pero siempre igual.
No obstante, un día (más o menos a mediados del s. XIX), los niños del barrio, hartos de tanto jugar al mismo juego, se inventaron uno diferente. Descubrieron nuevas posibilidades para la pelota, cuyo aspecto fue mutando y evolucionando en paralelo a sus ingeniosas ideas. Los más pobres enrollaron el papel de aluminio de su almuerzo y vieron que les hacía la función. Los más ricos añadieron accesorios al juego: palos, bates, raquetas... Los más estudiosos se preocuparon por la razón de ser de un juguete tan divertido, y fueron ellos los que descubrieron que, incluso desinflado, un balón sigue siendo, al fin y al cabo, un balón.
Cuando los niños crecieron, tomaron el control de la industria. Se vendieron balones de todo tipo: grandes, pequeños, a rayas, con estampados, duros, blanditos, de colores chillones y apagados. Se fabricaron balones con forma de huevo y de cubo, y se puso de moda su venta sin inflar. A partir de entonces, el consumidor sería el encargado de inflarlos en su hogar, convirtiéndose así, definitivamente, en parte esencial del hecho artístico. El observador miraría el cuadro tanto como el cuadro lo miraría a él.
Este giro copernicano en el arte trajo consigo reparo y disgusto por parte del público profano (y del no tan profano también), que no vio con buenos ojos la delegación de la responsabilidad estética que los artistas estaban atreviéndose a llevar a cabo sobre el observador. Los aficionados resoplaban irritados ante la nueva tarea de hinchar los balones; ¡si ni siquiera les habían rebajado el precio! Ellos habían pagado por algo con lo que jugar... un trozo de cuero arrugado, decían, no era un balón. No era arte. Como si el mérito del artista residiese en sus pulmones.
La confusión arraigó en las masas e hizo arder las cenizas olvidadas de la vieja incógnita: ¿qué es el arte? Desde entonces, lo que antes era materia de filósofos se encuentra ahora y con facilidad en boca del ciudadano medio.
Y no es que no haya respuesta, es que hay multitud.
Es como tratar de decirle a una piedra cómo debe ser. Si has vivido toda tu vida junto a la playa, creerás que tiene que parecerse a un canto rodado. Si siempre has jugado al fútbol, pensarás que todo balón ha de ser redondo... pero el de rugby, por ejemplo, es más bien apepinado. Las cosas son como son. Siempre hay una nueva posibilidad más allá, y nadie tiene derecho a darle la espalda.
Lo que le hace perder la seriedad al debate es todo ese léxico valorativo que utilizan los expertos... Espiritualidad, sublimación, belleza. Arenas movedizas. Palabras que no deberían emplearse para definir nada a estas alturas de la era de la ciencia, porque son tan imprecisas como innecesarias. Tratemos de encontrar nuevas palabras para una definición más objetiva.
Lo mejor, para empezar, es acudir a la raíz del problema y recordar lo que significaba el término ars -rtis para los romanos: habilidad. Y habilidad es capacidad. Todo aquel que mueve un dedo ha sido previamente capaz de hacerlo, de manera que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el fruto de cualquier actividad emprendida por el hombre es una obra de habilidad, capacidad... arte. Y como pensar ya es en sí mismo un acto, concretaré: Todo lo que surge de la imaginación humana puede (debe) calificarse como obra de arte.
Por lo tanto, y mientras perviva nuestra especie, el arte es ilimitado.
Esto es algo que no todo el mundo comparte. Muchos utilizan el término arte para referirse no sólo a la creación de cualquier cosa, sino en concreto a la creación de algo que se considera bello. A sus ojos, la obra de arte se torna maravilla, un tesoro ciegamente admirado; algo único. El hombre olvida que el objeto de su admiración le debe su existencia y deja de sentirse padre para convertirse en el hijo sumiso. Es una forma de pensar completamente irracional: cuando esto ocurre, el arte deviene religión. Y la religión nos lleva a las Cruzadas.
A pesar de todo, no hay que olvidar que la irracionalidad es siempre compañera y amante del artista. A menudo juega éste con aquélla, la seduce o trata de apartarla de sí, pero, por su relación inquebrantable con los sentidos y la percepción del ser humano, resulta del todo imposible mantenerla al margen. Ahora bien, tampoco se le cede nunca el mando. Ni siquiera los dadaístas, ni siquiera los surrealistas (a fin de cuentas, ellos aprovechaban su subconsciente de manera totalmente consciente). Todo artista desde los inicios de la Historia del Arte ha hecho siempre lo mismo: manipular la realidad, el caos a su alrededor, y transmutarlo. Preparar y decidir. Interferir. Juzgar.
Aun oculto en las entrañas del mayor caos aparente, el arte es siempre orden.
Sin embargo, ocurre que el orden que establece un artista no siempre es de nuestro agrado. Aquí entra en juego lo que solemos llamar gusto. El gusto es el barómetro que mide nuestra afinidad en relación a una obra de arte. Es malvado y egoísta. Está hinchado de prejuicios, y desvía siempre nuestra mirada hacia el pasado, impidiéndonos disfrutar de lo que tenemos delante de las narices. El gusto representa la pereza de aprender, el carbón que alimenta nuestro miedo a lo desconocido. El cerrojo de las mentes herméticas. Estamos, en última instancia, todos a su merced, pero no deberíamos permitir que nos engañe y nos venda gato por liebre. Rara vez una valoración basada en el gusto hace justicia a una obra de arte.
De hecho, es una característica inherente al objeto artístico la imposibilidad de ser valorado sin atender a agentes externos tales como su lugar en la Historia del Arte, la maestría en el uso de la técnica empleada, la intención original y pretensiones del autor o, precisamente, el gusto personal del observador. Si uno contempla (o escucha, o lee, o lo que sea) una obra de arte con inocencia, esto es, con la mente en blanco, descubrirá que no es ni buena, ni mala; simplemente es. Porque no pretende ser ni más ni menos que lo que es. El arte sólo existe para existir.
Pero no como un guijarro cualquiera. No como un monte o un riachuelo, formado aleatoriamente, por capricho de los elementos. El detalle más importante que distingue al objeto artístico del resto de objetos en el mundo es su procedencia: su origen en la mente (o, si se prefiere, en los impulsos) de su autor. Toda obra de arte ha sido elaborada, es decir, es artificial. Proviene de alguien. Toda obra de arte es consecuencia de la vida de un ser humano, su huella personal, el testimonio de su existencia. Si no hubiera humanidad, no habría arte.
Así pues, y por encima de todo, el arte es expresión.
Esto es una pedantería que estuve escribiendo el verano pasado. No termino de estar contento con el resultado, y por supuesto no lo considero terminado, pero pensé que mejor sería que viese la luz de la red de redes antes de perderse en los oscuros rincones de mi disco duro.
ResponderEliminarPerdonad por no haber añadido el dibujito que corresponde a todas mis parrafadas con etiqueta de Reflexión. No tenía tiempo ni ganas. Quizá más adelante edite la entrada para añadirlo.
Mejor en la luz, exactamente.
ResponderEliminarMe ha parecido muy acertada la semejanza entre el objeto del balón y el arte. ;)
El problema principal a la hora de decidir qué es "bueno" o no es el hecho de hacerlo. El hombre necesita etiquetas para todo. No sé bien por qué, tal vez la necesidad de orden que como dices tú, no siempre es del agrado de todo el mundo puesto que cada artista elige el suyo.
Así que... seamos libres de elegir! Seguro que alguien tiene el gusto de ver las cosas como uno mismo. Al final, el gusto sólo es subjetividad.
Encantadota de leer cosas así!
siempre disfruto de tus "pedanterias" lo del arte es bastante subjetivo,donde una persona ve una mancha en cuadro otra persona ve una obra de arte fantastica,el arte es expresion como bien dices imaginacion mente libre.
ResponderEliminarPD:arte es lo que hiciste tu aller en el estudio durante horas!!
tienes guardados unos cuantos chicles de menta :)